Gregorio Cárdenas Hernández nació en la Ciudad de México en 1915. Solamente quince días duró su carrera criminal, pero eso le bastó para entrar en los anales de la Historia como el asesino serial más popular de México. De niño, Goyo sostuvo una relación enfermiza con su madre, Vicenta Hernández, una mujer dominante que lo reprimió hasta su adolescencia. Pese a ello, el altísimo coeficiente intelectual de Goyo hizo que fuese un estudiante destacado. La encefalitis que de niño padeció causó, sin embargo, un daño neurológico irreversible; a raíz de su enfermedad, Goyo padeció de eneuresis y empezó a dar muestras de crueldad hacia los animales: se ensañaba torturando pollitos y conejos. Se casó con Sabina Lara González, de quien se divorció poco después.
A sus veintisiete años, Goyo estudiaba Ciencias Químicas; era un alumno tímido y esmirriado, que utilizaba gruesos lentes. Pero eso no le impidió obtener una beca de PEMEX, que le permitió continuar sus estudios. Independizado de la sombra de su progenitora, Goyo rentó una casa en la calle Mar del Norte nº 20, en Tacuba, cerca del Centro Histórico de la Ciudad de México. Allí vivía cuando la noche de 15 de agosto de 1942, a bordo de su automóvil Ford, recogió en la calle a una prostituta de dieciséis años llamada María de los Ángeles González, alias “Bertha”, a quien llevó a su domicilio. Hacia las 23:00 horas, y después de sostener relaciones sexuales con él, la joven fue a lavarse al baño de la casa de Goyo, instante que él aprovechó para estrangularla con un cordón. Una vez muerta, Goyo llevó el cadáver al patio y allí la enterró.
Ocho días después, la madrugada del 23 de agosto, Goyo salió de cacería otra vez. En esta ocasión, la prostituta elegida tenía catorce años. A ella le sorprendió que su cliente tuviera una amplia biblioteca en su casa. De hecho, tras llevarse a cabo el acto sexual, se dedicó a mirar algunos de los libros de Goyo. En eso estaba cuando él la atacó con el mismo cordón. A las cinco de la mañana, ocupaba otro sitio en el patio de la casa de Mar del Norte. Fue identificada originalmente como Raquel González León, pero esta chica apareció viva meses después. Para entonces, su hermano había muerto de un infarto por la impresión y la víctima había sido enterrada con su nombre. ¿Quién era la mujer ultimada esa noche por Goyo? Su identidad jamás se averiguó.
Los lapsos se iban acortando. Goyo esperó solamente seis días antes de ir, la noche del 29 de agosto, a buscar una nueva compañía femenina. La encontró en Rosa Reyes Quiróz, otra menor de edad que no llegó a acostarse con él. Para entonces, Goyo había descuidado su entorno: su laboratorio estaba en desorden, los libros fuera de su lugar, había ropa sucia por todas partes y el polvo empezaba a acumularse en todos lados. Esto provocó cierta desconfianza en Rosa, quien se dirigió al laboratorio para curiosear sobre su cliente. Allí, mientras veía unos matraces y algunos tubos de ensayo, la atacó Goyo. Rosa presentó resistencia. La lucha fue violenta, pero Goyo triunfó. Sin embargo, la expresión de horror en el rostro de Rosa lo impresionó. Turbado, cavó de inmediato la fosa correspondiente. Se dio cuenta de que ya no quedaba mucho espacio en el patio, así que la amarró de pies y manos. A las cuatro de la mañana concluía su faena.
El último crimen ocurrió cuatro días después, el 2 de septiembre. Goyo cortejaba constantemente a una chica llamada Graciela Arias Ávalos, estudiante del bachillerato de Ciencias Químicas de la UNAM, quien aceptaba su amistad. Graciela era una alumna modelo y su padre, un conocidísimo abogado penalista, Miguel Arias Córdoba. Ese día, Graciela esperó a Goyo afuera de la Escuela Nacional Preparatoria. Goyo pasó por ella en su auto, supuestamente para llevarla a su casa, ubicada en Tacubaya nº 63. Goyo así lo hizo; al llegar afuera de la casa de la chica, y aún dentro del auto, le habló de su amor por ella. Graciela lo rechazó, y entonces él intentó besarla a la fuerza. Ella le dio una bofetada y entonces Goyo, iracundo, arrancó de un tirón la manija del automóvil y comenzó a golpear a Graciela en la cabeza hasta que la mató. La sangre empapaba su larga cabellera. Goyo condujo hasta su propia casa. Bajó el cadáver, lo puso sobre el catre donde dormía, lo envolvió en una sábana y, ya en la madrugada del 3 de septiembre, lo enterró.
Para el siete de septiembre, a petición expresa de su hijo, la madre de Goyo lo internó en el Hospital Psiquiátrico del Dr. Oneto Barenque, ubicado en la calle Primavera, en Tacubaya. Adujo que él “había perdido completamente la razón”. Allí acudió, el 8 de septiembre, el subjefe del Servicio Secreto, Simón Estrada Iglesias, para interrogarlo sobre la desaparición de Graciela Arias. Como respuesta, Goyo le mostró unos pedazos de gis y le dijo que eran pastillas “para volverse invisible”. El investigador recrudeció su interrogatorio y finalmente Goyo se derrumbó: confesó que había matado a la chica y que la había enterrado en el patio de su casa.
A las 3 de la tarde de ese día, la policía, acompañada de Goyo, entró a la casa de Mar del Norte; de inmediato vieron un pie podrido que sobresalía del suelo. Excavaron y hallaron los cuatro cadáveres. Goyo los iba guiando.
En su cuarto de estudio, los investigadores hallaron un Diario, escrito de puño y letra de Goyo que decía: “El 2 de septiembre se consumó la muerte de Gracielita. Yo tengo la culpa de ello, yo la maté, he tenido que echarme la responsabilidad que me corresponde, así como las de otras personas desconocidas para mí. Ocultaba los cadáveres de las víctimas porque en cada caso tenía la conciencia de haber cometido un delito“.
El 13 de septiembre, se le dictó auto de formal prisión, y fue recluido en el Palacio Negro de Lecumberri, en el pabellón para enfermos mentales. Sin embargo, sus abogados consiguieron que Goyo fuera trasladado al Manicomio General de La Castañeda, supuestamente para recibir tratamiento. Allí le dieron electrochoques y le inyectaron pentotal sódico para determinar si realmente estaba loco o sólo fingía. Inexplicablemente, de pronto Goyo obtuvo múltiples comodidades: empezó a asistir a las clases de Psiquiatría que ofrecía el director del manicomio, entraba a la biblioteca sin problemas, recibía visitas familiares e incluso se iba al cine con algunas amigas.
El 25 de diciembre de 1947, cinco años después de entrar allí, Goyo se fugó con otro interno y partió rumbo a Oaxaca; veinte días después fue reaprehendido y alegó que no había escapado, sino que se había ido de vacaciones.
Las autoridades decidieron regresarlo a Lecumberri el 22 de diciembre de 1948. Una vez allí, Goyo memorizó el Código Penal, cursó la carrera de Derecho, se convirtió en litigante, realizaba historietas dibujadas por él mismo donde contaba crímenes famosos, e incluso escribió varios libros, entre ellos Celda 16, Pabellón de locos, Una mente turbulenta y Adiós a Lecumberri.
Goyo tocaba el piano que su madre le había regalado, escuchaba ópera, leía poesía, dirigió una revista y comenzó a pintar cuadros. En el penal se casó y tuvo hijos, a quienes mantenía con las ganancias de una tienda de abarrotes que puso dentro de la cárcel. Una vez declaró: “A mí me examinaron como 48 o 50 médicos… unos señalaron esquizofrenia, otros una psicopatía, otros diferentes tipos de epilepsias, otros debilidad mental a nivel profundo. Otros, paranoia. Sí, cómo no”.
En 1976, la familia de Goyo apeló al entonces Presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, quien, al determinar que Goyo era “una celebridad”, terminó por indultarlo. El 8 de septiembre de 1976, “El estrangulador de Tacuba” abandonó la cárcel. Poco tiempo después, mientras Mario Moya Palencia era Secretario de Gobernación, el Congreso de la Unión invitó a Goyo a asistir a la Cámara de Diputados, donde se le brindó un merecidísimo homenaje. Goyo hizo uso de la Tribuna para hablar sobre su vida. Los diputados priístas aplaudieron de pie al primer serial killer nacional, y en sus discursos lo calificaron como “un gran ejemplo” para los mexicanos y “un claro caso de rehabilitación”.
Después, Goyo inauguró una exposición de sus pinturas en una galería de la capital mexicana, y recibió favorables críticas, vendiendo todos sus cuadros a altísimos precios. Abrió además un despacho y se dedicó a litigar. Se hizo una radionovela sobre su vida, que tuvo altísimos niveles de audiencia. Incluso, llegó a hablarse en su momento de erigir una estatua con su efigie en la Ciudad de México.
Cuando el escritor Víctor Hugo Rascón Banda montó la obra teatral El estrangulador de Tacuba, protagonizada por Sergio Bustamante, Goyo asistió a los ensayos y desde las butacas ayudó al director a corregir algunos detalles. Sin embargo, terminó distanciándose, molesto por el tratamiento dado al caso, y demandó al director de la SOGEM por plagio, alegando que los derechos sobre la historia de sus crímenes le pertenecían a él. Goyo registró ante Derechos de Autor la narración de su caso. Sin embargo, tras un peritaje de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, perdió la demanda.
Años después, su vida se llevó al celuloide en el documental independiente Goyo, un macabro tributo exhibido en la Muestra Internacional de Cine, realizado por Ricardo Ham y Marco Jalpa, basado en una idea original de Verónica de la Luz, quien también lo produjo; José Estrada hizo una adaptación de su caso en la cinta El profeta Mimí; y el cineasta Alejandro Jodorowski filmó Santa Sangre, su espléndida y enfermiza película, inspirado en la biografía de Cárdenas. Además, el caso de Goyo se estudia desde hace décadas en Criminología y en la carrera de Derecho, en la UNAM.
Goyo Cárdenas murió el 2 de agosto de 1999 y se convirtió de esa manera en el asesino serial más surrealista de la Historia. El pueblo le hizo canciones, hubo estampitas con su imagen, y fue idolatrado por la gente, que aún recuerda su nombre y obras.
Ha sido además el único homicida que fue becado por una compañía petrolera, aguantó 34 años en prisión, estudió Química, Psiquiatría y Derecho, fue absuelto por el presidente de su país, hizo carrera de abogado al salir de la cárcel, protagonizó docenas de libros escritos por especialistas, se dedicó a la literatura y la pintura triunfando, colaboró en una obra teatral sobre sus crímenes, tuvo su propia radionovela y su película de culto en la Muestra de Cine, registró su caso para cobrar derechos, y además recibió un homenaje en la Cámara de su país, siendo señalado además como ejemplo para sus conciudadanos tras asesinar a cuatro jovencitas. Citando aquella canción de Alberto Cortez: “¡Qué maravilla, Goyo, qué maravilla!”. En ningún país del mundo ocurriría algo similar. Sólo Goyo, nuestro mexicanísimo Goyo, podía conseguirlo.
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